El Circo de los Muertos
Por: Darío Valle Risoto
Como un títere sin los hilos, los ojos descocidos y dos botones ciegos sobre el aparador, el espejo cubierto de polvo y los frascos de maquillajes secos, austeros, olvidados.
Afuera el viento ululando como una manada de lobos gigantescos y oscuros en una noche sideral, huérfana de un hogar que de todos modos resultaría impreciso, casi absurdo en su malicioso amor.
Verse en un espejo sucio tiene la defensa de lo incierto, se lanza a la imaginación la nariz exagerada y los labios apretados, nunca las lágrimas que fluyen cobardes sobre las hondas espesuras de la piel envejecida podrán disculparse con sus reflejos. Llanto del héroe solitario en un campo de cadáveres putrefactos, eso es la vida, eso es, toda una mala poesía desenmascarada que agoniza en su dolor sempiterno.
Y entonces el grito que no es novedoso, es hasta un espanto familiar sentir esa voz tumultuosa desagradablemente arenosa que impera la salida al ruedo para solazar a los desagradecidos espectadores.
Cientos de seres abyectos tratando de sorprenderse contra la fealdad y la mala ventura de veinticuatro payasos derrotados, hombres, mujeres y monstruosidades que entre el olor a mierda de elefantes y orines de todas las especies intentan sobrevivir.
La banda es un manojo de cadáveres ejecutando las mismas notas, día tras día, año tras año con sus partituras cagadas por las moscas y los uniformes demasiado zurcidos, arreglados hasta el cansancio. Dos violines, dos trompetas, una tuba, un clarinete, dos tambores, un címbalo, una cantidad inexorable de cuerdas y metales para alegrar el imposible de estar en el fondo del abismo de las pesadillas.
Mirar al público sin mirar y ejercitar una nueva rutina ensayada desde hace siglos para caer y levantarse entre aplausos y gritos desafortunados.
La vida huele a podrido en el circo de los muertos.
Ni la joven niña ampulosa y puta que baila vistiendo tutú sobre un caballo esquelético despierta algo de la modorra que comienza adueñarse de los corazones ferrugientos que habitan eternamente esa carpa gigantesca cubierta de remiendos.
Verdes, Rojos, azules eran los colores de afuera pero el sol, los soles, el cielo, los cielos, miles de lluvias, el frío de Siberia y el calor de Arizona, la osadía de recorrer Europa y morir de hastío jornada tras jornada en el salvaje Brasil hasta que el mundo se transformó en un pañuelo ahogado.
Y no hubo más remedio que subir al tren de vagones crujientes y salir en busca de nuevos destinos porque el mundo, la tierra no se agota en cinco continentes, ella alberga insoldables cavidades interiores, ocultos caminos de perdición y olvido que van todos y cada uno al mismo infierno.
Sacarse el maquillaje duele en las piernas cansadas y cubiertas de várices, en las manos temblequeantes que ni la botella de ginebra apacigua. Duele en el silencio que se ha adueñado de los rostros imprecisos de una fila de frikies desagradables y malditos. Nadie entra a cogerse a la mujer barbuda ni a emborracharse con el traga sables, nadie intenta siquiera darle de comer a los cuatro tigres que hace años siguen vivos por efecto de la magia y de algunos niños que se acercan a conocer la naturaleza.
Un movimiento de bultos gigantescos deambula en las noches rodeando la gran carpa y los carros, el tren duerme aterrado y junto a las vías las hogueras de los trabajadores son alimentadas con ramas deformes y húmedas que levantan aún más olor a desolación.
El cuchillero sonríe, ha atravesado la cabeza de su tercera esposa con una daga de la India, quita la hoja pulida y le toca los pechos a su mujer muerta, se ríe a carcajadas mientras se masturba con las piernas abiertas sobre la hija de puta que lo obligó a matar a Leonora.
Los trabajadores les tiran el cadáver a los tigres que se pelean rasguñando las nalgas fofas y rompiendo el vestido barato de color salmón. Mañana tendrá que recurrir a otro partenaire.
Estalla el cielo con una tormenta inesperada, la noche cobija los seres que se arrastran debajo del circo de los muertos, el payaso hace una reverencia a su reflejo sucio y del otro lado del vidrio perturbado recibe una inmovilidad insultante. Sigue allí su rostro, ha quedado prendido del otro lado del mundo de los espejos, llora un niño en alguna parte entre dos truenos inmensos violáceos que envuelven la noche para el regalo del diablo.
La vida huele a podrido en el circo de los muertos.
FIN
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