Romualdo Peralta Mastandréa (Biografía inconclusa)
Por: Darío Valle Risoto
Después de innumerables noches de transpirados insomnios Romualdo Peralta Mastandréa decidió hablar con ella. No sería fácil acercarse a la mujer que había elegido para su vida, para cumplir sus sueños de hombre de bien, para proteger de las vicisitudes de la pobreza y juntos avanzar…
Pidió otra grapa porque se estaba volviendo a cagar de miedo.
¿Cómo la hablo?
¿Me querrá?
¿Estaré bien vestido?
Con su único traje negro de rayas finas grises, su sombrero gacho y su figura endeble y delgada, Romualdo Peralta Mastandréa ya no era el guapo que supo ser en otros tiempos que se fueron dejándole la caricatura de hoy día. Se rascó mecánicamente el bigote, tenía en el dedo anular de la mano izquierda un pesado anillo de oro y plata con las iniciales: RP. Dato puramente anecdótico que nada le aporta a este relato.
Ya bastante alegre luego de doce grapas con miel y alguna que otra cañita salió para la calle Emancipación donde a dos cuadras vivían los Pedroso. Violeta Pedroso era la menor de seis hermanas todas mujeres aunque alguna no lo pareciera.
La encontró con su madre, sentada debajo del parral, era primavera y dos perros de mierda le ladraron como si llegara para robar.
__ ¡Ave María purísima!
__ ¡Sin pecado concebida!
La vieja del viejo Pedroso era más bruja que un ramo de brujas, más sabia que la más sabia y más taimada que el judío del remate Sokolinsky. Lo olió de lejos y no era la naftalina sino ese olor a miedo de hombre, a vapor de cagoncito que sabe que de allí puede salir casado par siempre.
Las volvió a saludar tartamudeando y el medio cigarro se le calló de entre los labios apretados, bueno, no tan apretados si se le calló el pucho de Plymouth sin filtro. Cigarrillos negros.
Violeta se puso colorada, era gorda, grande, tetona y de culo enorme, siempre llevaba vestidos con diseños de flores, era como un jardín caminando por el barrio, se perfumaba mucho y tenía unas piernas anchas como columnas con pies pequeños de esclava china.
Romualdo Peralta Mastandréa volvió a carraspear y la vieja Pedroso dejó a un lado el tejido mirándolo con severidad.
__ ¿Y que lo trae por aquí don Romualdo?
__ Vengo a pedirle la mano de su hija. __No supo como terminó la frase más atorado que un ñandú que comió gofio.
Violeta se puso colorada, tenía enormes tetas grandes y fofas, blancas que mostraban un generoso escote del vestido con flores blancas y amarillas sobre blanco. Parecía una sucursal de la plaza del pueblo toda ella sentada en la silla de mimbre. Sufrida silla trenzada de mimbre.
Y en ese momento salió Sarita, la más chica a colgar la ropa, tenía un vestido corto y rosado claro, estaba descalza, era rubia y de rostro ancho y hermoso, sus ojos verdes apenas lo miraron y le regaló una breve sonrisa mientras dejaba el canasto y comenzaba a colgar unos pantalones empapados. Tenía dos palillos apretados entre sus labios y cuando se estiró a asegurar el pantalón a la cuerda…
__ La mano…, la mano de Sarita con todo respeto señora Pedroso, la mano de Sarita.
__ ¡La puta madre que te parió! __ Le gritó Violeta Pedroso mientras le tiraba con su tejido, sus agujas y dos floreros que encontró por el camino mientras lo corría hasta la esquina.
La vieja Pedroso miró con extrema severidad a Sarita que se encogió de hombros.
FIN
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