El Retorno del Paisaje
Por: Darío Valle Risoto
El regreso siempre puede ser doloroso, sobretodo porque ella no iba a estar en la casa del balneario, habían pasado dos años pero parecía por un momento una eternidad y por otro solo diez minutos.
Carlos Iriarte se imaginó que todo se podría recomponer mágicamente y que Estella iba a estar esperándolo con su sombrero de flores azules al costado de la carretera como aquella vez en 1986 cuando se amaban hasta quedar casi desmayados de gusto. ¿Por qué la juventud se lleva la vida como un mar de impotencias?
Se habían querido casi furiosamente, se habían ido a vivir juntos a Montevideo y luego de aquel invierno en que el trabajo, la facultad y las obligaciones les habían distanciado, todo comenzó a enlodarse, a desabastecerse de caricias y llenarse de pañuelos húmedos.
Estella salía con un compañero y eran muy amigos, Carlos recordó esa casualidad forzada en que la fue a buscar y el tipo le acariciaba la cara ese invierno del ochenta y ocho.
Recuerda vívidamente aquella noche en que regresó en taxi a la casa para estar antes que ella y como su compañera le contó los vericuetos cotidianos del estudio en la facultad sin mencionar que ese hijo de puta se la estaba cargando debajo de la lluvia.
Pero Estella no sabía mentir, se le notaba la culpa en el temblequeo de las manos y en esa extraña sensación cuando le quiso hacer el amor esa misma noche y vio sus ojos lejanos mirando al techo.
Desde ese momento la relación se mantenía apenas colgada de los buenos recuerdos pero: ¿Quién vive de recuerdos para siempre?
Carlos llegó al balneario, se había tomado los quince días que le debían de las vacaciones del año pasado, llevaba un bolso de mano y una mochila, al pasar por la despensa la mujer que atendía lo reconoció y le preguntó por ella, es curioso como la gente del interior tiene esa prodigiosa memoria para todo lo que pasa.
___ Está bien, pero vine solo, aquí tiene la lista del pedido. ¿Me lo pueden llevar?
___ ¡Cómo no!, Mándele saludos, ella es tan linda.
Carlos caminó las cinco cuadras brasileñas hasta la casa del balneario, entró sin dificultad y abrió las ventanas para quitar el olor a encierro y por un momento se vio a sí mismo abrazándola en la cocina y hasta sintió el aroma de aquel chocolate con canela.
Trató de olvidarla tomando una copa de vino pero era peor, se sentó en la mesa, recordó que había una silla que habían reparado juntos con el respaldo partido, la encontró contra la pared cerca de la estufa a leña.
¿Cuántos veranos sin ella?
Varias veces quiso recoger el tiempo como quién saca la ropa del tendedero, ella y su maravillosa sonrisa anegada por el cruel intento de su corazón en fuga, la imagen inmunda del tipo tocándole la cara afuera de la facultad. Siempre hay un hijo de puta que te quita las esperanzas, pero ella también era culpable.
La terapia apenas había disipado la sensación de vacío, de desmembramiento tras la huída de Estella, la mudanza y la separación todo el mismo aciago fin de semana y para colmo se asomó a la ventana del departamento de la calle Rodó y en la esquina la esperaba el mismo compañero de siempre.
Y vino el pozo profundo de la depresión, hasta una llamada a la madrugada y hubiera jurado que un hombre le respiraba en el hombro cuando ella casi dormida trataba de contenerlo, la imaginaba con sus pechos medianos y duros contestando al teléfono mientras el hijo de puta la besaba en el cuello.
___Ya sabes Carlos, no podíamos seguir así, no, no te dejé por otro, te lo juro, necesito tiempo.
Carlos volvió al presente y encendió la estufa a leña, los rescoldos mostraron sobras rojas y amarillentas en las paredes de ladrillo de la cabaña, se hacia de noche. ¿Por qué había vuelto a ese lugar?
El médico le había dicho que necesitaba alejarse del trabajo, tomar aire, volver a reconectarse consigo mismo porque últimamente bebía mucho y eso no era bueno. Miró la botella de whisky de reojo y sonrió. ¡Como si ese fuera todo el problema!
La imaginó entrando desde la cocina con aquella bandeja de carne asada mientras escuchaban a The Doors en la pequeña radio. Pero debía reconocerlo, Estella se había ido para siempre.
Al otro día se levantó temprano, una catarata de ruidos y cantos de pájaros lo retornaron al paisaje de Marindia, salio afuera y estaba fresco para ser primavera, entró a buscarse un buzo y al pasar por la cocina subrepticiamente miro al pequeño cuarto donde se guardaban los trastes y herramientas. Fue cuando reparó en el machete colgado donde siempre.
Entró sintiendo el olor al encierro y polvo, volvió a la cocina y miró al fondo, allí a unos pasos del sauce estaba la leve loma de tierra ya cubierta por la vegetación donde había enterrado a Estella dos años antes.
Por: Darío Valle Risoto
El regreso siempre puede ser doloroso, sobretodo porque ella no iba a estar en la casa del balneario, habían pasado dos años pero parecía por un momento una eternidad y por otro solo diez minutos.
Carlos Iriarte se imaginó que todo se podría recomponer mágicamente y que Estella iba a estar esperándolo con su sombrero de flores azules al costado de la carretera como aquella vez en 1986 cuando se amaban hasta quedar casi desmayados de gusto. ¿Por qué la juventud se lleva la vida como un mar de impotencias?
Se habían querido casi furiosamente, se habían ido a vivir juntos a Montevideo y luego de aquel invierno en que el trabajo, la facultad y las obligaciones les habían distanciado, todo comenzó a enlodarse, a desabastecerse de caricias y llenarse de pañuelos húmedos.
Estella salía con un compañero y eran muy amigos, Carlos recordó esa casualidad forzada en que la fue a buscar y el tipo le acariciaba la cara ese invierno del ochenta y ocho.
Recuerda vívidamente aquella noche en que regresó en taxi a la casa para estar antes que ella y como su compañera le contó los vericuetos cotidianos del estudio en la facultad sin mencionar que ese hijo de puta se la estaba cargando debajo de la lluvia.
Pero Estella no sabía mentir, se le notaba la culpa en el temblequeo de las manos y en esa extraña sensación cuando le quiso hacer el amor esa misma noche y vio sus ojos lejanos mirando al techo.
Desde ese momento la relación se mantenía apenas colgada de los buenos recuerdos pero: ¿Quién vive de recuerdos para siempre?
Carlos llegó al balneario, se había tomado los quince días que le debían de las vacaciones del año pasado, llevaba un bolso de mano y una mochila, al pasar por la despensa la mujer que atendía lo reconoció y le preguntó por ella, es curioso como la gente del interior tiene esa prodigiosa memoria para todo lo que pasa.
___ Está bien, pero vine solo, aquí tiene la lista del pedido. ¿Me lo pueden llevar?
___ ¡Cómo no!, Mándele saludos, ella es tan linda.
Carlos caminó las cinco cuadras brasileñas hasta la casa del balneario, entró sin dificultad y abrió las ventanas para quitar el olor a encierro y por un momento se vio a sí mismo abrazándola en la cocina y hasta sintió el aroma de aquel chocolate con canela.
Trató de olvidarla tomando una copa de vino pero era peor, se sentó en la mesa, recordó que había una silla que habían reparado juntos con el respaldo partido, la encontró contra la pared cerca de la estufa a leña.
¿Cuántos veranos sin ella?
Varias veces quiso recoger el tiempo como quién saca la ropa del tendedero, ella y su maravillosa sonrisa anegada por el cruel intento de su corazón en fuga, la imagen inmunda del tipo tocándole la cara afuera de la facultad. Siempre hay un hijo de puta que te quita las esperanzas, pero ella también era culpable.
La terapia apenas había disipado la sensación de vacío, de desmembramiento tras la huída de Estella, la mudanza y la separación todo el mismo aciago fin de semana y para colmo se asomó a la ventana del departamento de la calle Rodó y en la esquina la esperaba el mismo compañero de siempre.
Y vino el pozo profundo de la depresión, hasta una llamada a la madrugada y hubiera jurado que un hombre le respiraba en el hombro cuando ella casi dormida trataba de contenerlo, la imaginaba con sus pechos medianos y duros contestando al teléfono mientras el hijo de puta la besaba en el cuello.
___Ya sabes Carlos, no podíamos seguir así, no, no te dejé por otro, te lo juro, necesito tiempo.
Carlos volvió al presente y encendió la estufa a leña, los rescoldos mostraron sobras rojas y amarillentas en las paredes de ladrillo de la cabaña, se hacia de noche. ¿Por qué había vuelto a ese lugar?
El médico le había dicho que necesitaba alejarse del trabajo, tomar aire, volver a reconectarse consigo mismo porque últimamente bebía mucho y eso no era bueno. Miró la botella de whisky de reojo y sonrió. ¡Como si ese fuera todo el problema!
La imaginó entrando desde la cocina con aquella bandeja de carne asada mientras escuchaban a The Doors en la pequeña radio. Pero debía reconocerlo, Estella se había ido para siempre.
Al otro día se levantó temprano, una catarata de ruidos y cantos de pájaros lo retornaron al paisaje de Marindia, salio afuera y estaba fresco para ser primavera, entró a buscarse un buzo y al pasar por la cocina subrepticiamente miro al pequeño cuarto donde se guardaban los trastes y herramientas. Fue cuando reparó en el machete colgado donde siempre.
Entró sintiendo el olor al encierro y polvo, volvió a la cocina y miró al fondo, allí a unos pasos del sauce estaba la leve loma de tierra ya cubierta por la vegetación donde había enterrado a Estella dos años antes.
FIN
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