Umberto Eco (Alessandria, Italia, 1932), catedratico de semiótica, intelectual activísimo y extraordinario ensayista y escritor -quién no conoce ‘El nombre de la rosa’- es uno de los más destacados detractores del fútbol moderno. Entre otros muchos hay cierto artículo publicado en el diario italiano L’Espresso -’La estrategia de la ilusión’, Ed. Lumen- donde comenta:
“En el intento de sentirme igual a los demás (como un pequeño homosexual aterrorizado que se repite obstinadamente que deben gustarle las chicas), rogué muchas veces a mi padre, forofo equilibrado pero constante, que me llevara consigo a ver el partido. Y cierto día, mientras observaba con indiferencia los insensatos movimientos que tenían lugar allá abajo en el campo, sentí como si el alto sol meridiano envolviese hombres y cosas con una luz congelante, y como si delante de mis ojos se desenvolviera una representación cósmica sin sentido. Era lo que más tarde, leyendo a Ottiero Ottieri, descubriría como el sentimiento de la «irrealidad cotidiana», pero entonces tenía trece años y lo traduje a mi modo: por primera vez dudé de la existencia de Dios y pensé que el mundo era una ficción sin objeto alguno“. Aunque más adelante matiza: “Yo no odio el fútbol, yo odio a los apasionados del fútbol. No amo al hincha porque tiene una extraña característica: no entiende por qué tú no lo eres, e insiste en hablar contigo como si tú lo fueras. No es que a él no le importe nada que a mí no me importe nada. Es que no consigue concebir que a alguien no le importe nada. No lo entendería ni siquiera si yo tuviera tres ojos y dos antenas sobre las escamas verdes del occipucio“.
A Umberto Eco no le gusta el fútbol, pero tampoco lo odia. Odia al fanático y sus consecuencias”… un espectáculo de hinchas apasionados a borde del infarto que se comportan como cuadrillas de maníacos sexuales en las gradas”. Y no le falta razón. Algunos individuos que acuden a las canchas de fútbol los fines de semana pueden resultar odiosos. Esto da para un debate largo y concienzudo, no para una entrada de blog, pero resulta evidente que que ahí subyace una carencia afectiva o de integración que se diluye en la marea gritona del estadio, en el ladrido invariable al árbitro -pite lo que pite- o, simplemente, a quienquiera que le lleve la contraria. Una variante, aunque muchas veces ambas coinciden en el mismo sujeto, es la de los fundamentalistas, que asimilan los colores del equipo, el himno y la bandera como manifestaciones místicas, un opiáceo poderoso que puede tener a veces dramáticas consecuencias. No hay que olvidar que desde los grandes clubs se potencia mucho la parafernalia, los ritos multitudinarios acaudillados por el presidente rodeado de sumos sacerdotes, predicando desde un atril con la imagen del sagrado césped al fondo. Las presentaciones de nuevos jugadores cada inicio de temporada ilustran a la perfección este aspecto.
Sin embargo, y a pesar de todo lo dicho, hay quien va al campo a disfrutar del mero espectáculo deportivo. No hay buen aficionado al fútbol que no sienta un leve estremecimiento al ser testigo de una ejecución de chilena tan extraordinaria como la del ajacied Marco Van Basten ante el Den Bosch, por ejemplo. Pura y simple plasticidad de un cuerpo humano en movimiento. Potencia, coordinación, fuerza expresiva. Es una de las representaciones más bellas del fútbol considerado como una de las más bellas artes. O el cautivante desplazamiento de Beckenbauer por la zaga, sin tocar la pelota, con aquella lenta distinción; los regates incomprensibles de Garrincha; el zapatazo cósmico de Zinedine Zidane contra el Bayern Leverkusen; la mirada itinerante de Xavi por el centro del campo propulsado por su pequeño motor diesel. El verdadero aficionado acude al campo con la esperanza de presenciar uno de estos acontecimientos. Las grandes aficiones, por otra parte, también aplauden al contrario cuando es menester, una práctica poco habitual pero cierta.
“En el intento de sentirme igual a los demás (como un pequeño homosexual aterrorizado que se repite obstinadamente que deben gustarle las chicas), rogué muchas veces a mi padre, forofo equilibrado pero constante, que me llevara consigo a ver el partido. Y cierto día, mientras observaba con indiferencia los insensatos movimientos que tenían lugar allá abajo en el campo, sentí como si el alto sol meridiano envolviese hombres y cosas con una luz congelante, y como si delante de mis ojos se desenvolviera una representación cósmica sin sentido. Era lo que más tarde, leyendo a Ottiero Ottieri, descubriría como el sentimiento de la «irrealidad cotidiana», pero entonces tenía trece años y lo traduje a mi modo: por primera vez dudé de la existencia de Dios y pensé que el mundo era una ficción sin objeto alguno“. Aunque más adelante matiza: “Yo no odio el fútbol, yo odio a los apasionados del fútbol. No amo al hincha porque tiene una extraña característica: no entiende por qué tú no lo eres, e insiste en hablar contigo como si tú lo fueras. No es que a él no le importe nada que a mí no me importe nada. Es que no consigue concebir que a alguien no le importe nada. No lo entendería ni siquiera si yo tuviera tres ojos y dos antenas sobre las escamas verdes del occipucio“.
A Umberto Eco no le gusta el fútbol, pero tampoco lo odia. Odia al fanático y sus consecuencias”… un espectáculo de hinchas apasionados a borde del infarto que se comportan como cuadrillas de maníacos sexuales en las gradas”. Y no le falta razón. Algunos individuos que acuden a las canchas de fútbol los fines de semana pueden resultar odiosos. Esto da para un debate largo y concienzudo, no para una entrada de blog, pero resulta evidente que que ahí subyace una carencia afectiva o de integración que se diluye en la marea gritona del estadio, en el ladrido invariable al árbitro -pite lo que pite- o, simplemente, a quienquiera que le lleve la contraria. Una variante, aunque muchas veces ambas coinciden en el mismo sujeto, es la de los fundamentalistas, que asimilan los colores del equipo, el himno y la bandera como manifestaciones místicas, un opiáceo poderoso que puede tener a veces dramáticas consecuencias. No hay que olvidar que desde los grandes clubs se potencia mucho la parafernalia, los ritos multitudinarios acaudillados por el presidente rodeado de sumos sacerdotes, predicando desde un atril con la imagen del sagrado césped al fondo. Las presentaciones de nuevos jugadores cada inicio de temporada ilustran a la perfección este aspecto.
Sin embargo, y a pesar de todo lo dicho, hay quien va al campo a disfrutar del mero espectáculo deportivo. No hay buen aficionado al fútbol que no sienta un leve estremecimiento al ser testigo de una ejecución de chilena tan extraordinaria como la del ajacied Marco Van Basten ante el Den Bosch, por ejemplo. Pura y simple plasticidad de un cuerpo humano en movimiento. Potencia, coordinación, fuerza expresiva. Es una de las representaciones más bellas del fútbol considerado como una de las más bellas artes. O el cautivante desplazamiento de Beckenbauer por la zaga, sin tocar la pelota, con aquella lenta distinción; los regates incomprensibles de Garrincha; el zapatazo cósmico de Zinedine Zidane contra el Bayern Leverkusen; la mirada itinerante de Xavi por el centro del campo propulsado por su pequeño motor diesel. El verdadero aficionado acude al campo con la esperanza de presenciar uno de estos acontecimientos. Las grandes aficiones, por otra parte, también aplauden al contrario cuando es menester, una práctica poco habitual pero cierta.
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