Valentina, traición y lluvia
Por: Darío Valle Risoto
Valentina esperaba en aquella esquina tan familiar y cotidiana, la lluvia caía impertérrita mientras ella naufragaba entre los nervios y el placebo ansioso de la tranquilidad de que Ernesto iba a llegar de un momento a otro. Las aceras se vestían de reflejos y anochecía demasiado pronto mientras el no llegaba y ella pensaba, hacía un repaso cruel a sus esperanzas y a los recuerdos de los besos con sabor a tabaco y el aroma del hombre de sus sueños.
Valentina se había pasando tres horas en la peluquería, Ernesto había llegado de Buenos Aires la noche anterior y la había llamado con sus chistes picarescos y esa forma de invitarla a ser feliz con solo escuchar su voz.
Se habían conocido en el casamiento de Alicia Muñoz en la iglesia de San Agustín el invierno pasado y no habían dejado de pensar uno en el otro hasta que la cita se propuso y se vieron y pocos días después eran pareja.
Valentina consultó la hora en su celular y pensó en llamarlo pero no quería parecer ansiosa, eso la disgustaba, quería representar una mujer segura de si misma aunque por dentro se sentía una niña temerosa y deseosa de descansar entre esos brazos fuertes y varoniles.
Se hacía tarde y volvía a zozobrar toda esperanza de que él llegue con su sonrisa franca, sus ojos grises y su altura de un James Bond para rescatarla de su impertérrita soledad de estudiante de derecho mal aconsejada por la familia.
Recordó como con pena las palabras de Marta cuando le inoculó ese miedo de que él tenga otra vida en Buenos Aires con ese trabajo de ir de aquí para allá con el tema del estudio de grabación y su continuo periplo de producir artistas de la música y todo tipo de fenómenos.
Marta era una amiga casi una hermana que siempre tenía esa condición inefable de buscarle otro perfil a la vida, a veces resultaba bastante desagradable pero era de todas maneras abruptamente honesta con ella, hasta el dolor de compartir lo malo junto con lo bueno.
Se quedaron de ver a las ocho y eran ya las nueve menos cuarto, Ernesto era un hombre muy puntual. ¿Le habrá pasado algo?
Valentina contra todo su sentido común tecleó en el celular para llamarlo pero antes de terminar dejó la idea a manos de esperar un poco más mientras el agua caía por los costados del toldo de la librería donde se había guarnecido.
Menos mal que se había puesto sus botas rojas, le encantaban esas botas que parecían sacadas de un cuento, trató de sonreír pero le pesaba como un yunque la espera, como diez elefantes… gordos.
Todo el día par a él, primero levantarse a arreglar la casa, hacerse cargo de sus pequeños hermanos, la escuela, todo eso, después la peluquería e ir a buscar el tapado que había llevado a achicar porque había adelgazado durante el verano y le quedaba enorme.
La modista la había enloquecido con chismes de barrio, historias de telenovelas y confesiones de matrimonios desavenidos y niños bastardos, toda una tarde para Valentina.
Habían quedado en encontrarse a la puerta de la librería “Amarcord” a las ocho para salir a algún lado, lo que significaba: Cine, cena y hacer el amor. Le gustaba esa rutina, la mejor de todas en su vida de veinteañera.
Pero Ernesto no venía y cuando llamó por su celular había una grabación de espera.
A las nueve y cuarto regresó derrotada sobre sus pasos sin darle corte a la lluvia que de todas formas acrecentaba su pena y su inefable sentimiento de abandono y de angustia que le caía como una nube de presagios a cuenta de que posiblemente algo pasaba con Ernesto, algo que no le iba a gustar.
A las siete y cincuenta y nueve Ernesto abrió los ojos, tenía el brazo entumecido debajo del cuello de ella que dormía desnuda y destapada sobre el acolchado de flores celestes.
Ernesto sacó un cigarro y lo prendió tratando de quitar el brazo dormido sin despertarla, ella gimió y se dio vuelta quedando con su rostro radiante a la altura de sus tetillas.
__ Dame una pitada.
__ ¿Y desde cuando fumas?
__ Desde ahora.
Ernesto miró su reloj de pulsera sobre la mesa de luz, eran las ocho de la noche en punto.
__ ¿Tenés algo que hacer que miras la hora? __ Le preguntó ella sonriendo mientras pitaba y jugaba con sus pelos del pecho.
__ Creo que había quedado en algo… pero no me acuerdo. ___Sonrió él.
Y volvieron a hacer el amor con Marta.
Por: Darío Valle Risoto
Valentina esperaba en aquella esquina tan familiar y cotidiana, la lluvia caía impertérrita mientras ella naufragaba entre los nervios y el placebo ansioso de la tranquilidad de que Ernesto iba a llegar de un momento a otro. Las aceras se vestían de reflejos y anochecía demasiado pronto mientras el no llegaba y ella pensaba, hacía un repaso cruel a sus esperanzas y a los recuerdos de los besos con sabor a tabaco y el aroma del hombre de sus sueños.
Valentina se había pasando tres horas en la peluquería, Ernesto había llegado de Buenos Aires la noche anterior y la había llamado con sus chistes picarescos y esa forma de invitarla a ser feliz con solo escuchar su voz.
Se habían conocido en el casamiento de Alicia Muñoz en la iglesia de San Agustín el invierno pasado y no habían dejado de pensar uno en el otro hasta que la cita se propuso y se vieron y pocos días después eran pareja.
Valentina consultó la hora en su celular y pensó en llamarlo pero no quería parecer ansiosa, eso la disgustaba, quería representar una mujer segura de si misma aunque por dentro se sentía una niña temerosa y deseosa de descansar entre esos brazos fuertes y varoniles.
Se hacía tarde y volvía a zozobrar toda esperanza de que él llegue con su sonrisa franca, sus ojos grises y su altura de un James Bond para rescatarla de su impertérrita soledad de estudiante de derecho mal aconsejada por la familia.
Recordó como con pena las palabras de Marta cuando le inoculó ese miedo de que él tenga otra vida en Buenos Aires con ese trabajo de ir de aquí para allá con el tema del estudio de grabación y su continuo periplo de producir artistas de la música y todo tipo de fenómenos.
Marta era una amiga casi una hermana que siempre tenía esa condición inefable de buscarle otro perfil a la vida, a veces resultaba bastante desagradable pero era de todas maneras abruptamente honesta con ella, hasta el dolor de compartir lo malo junto con lo bueno.
Se quedaron de ver a las ocho y eran ya las nueve menos cuarto, Ernesto era un hombre muy puntual. ¿Le habrá pasado algo?
Valentina contra todo su sentido común tecleó en el celular para llamarlo pero antes de terminar dejó la idea a manos de esperar un poco más mientras el agua caía por los costados del toldo de la librería donde se había guarnecido.
Menos mal que se había puesto sus botas rojas, le encantaban esas botas que parecían sacadas de un cuento, trató de sonreír pero le pesaba como un yunque la espera, como diez elefantes… gordos.
Todo el día par a él, primero levantarse a arreglar la casa, hacerse cargo de sus pequeños hermanos, la escuela, todo eso, después la peluquería e ir a buscar el tapado que había llevado a achicar porque había adelgazado durante el verano y le quedaba enorme.
La modista la había enloquecido con chismes de barrio, historias de telenovelas y confesiones de matrimonios desavenidos y niños bastardos, toda una tarde para Valentina.
Habían quedado en encontrarse a la puerta de la librería “Amarcord” a las ocho para salir a algún lado, lo que significaba: Cine, cena y hacer el amor. Le gustaba esa rutina, la mejor de todas en su vida de veinteañera.
Pero Ernesto no venía y cuando llamó por su celular había una grabación de espera.
A las nueve y cuarto regresó derrotada sobre sus pasos sin darle corte a la lluvia que de todas formas acrecentaba su pena y su inefable sentimiento de abandono y de angustia que le caía como una nube de presagios a cuenta de que posiblemente algo pasaba con Ernesto, algo que no le iba a gustar.
A las siete y cincuenta y nueve Ernesto abrió los ojos, tenía el brazo entumecido debajo del cuello de ella que dormía desnuda y destapada sobre el acolchado de flores celestes.
Ernesto sacó un cigarro y lo prendió tratando de quitar el brazo dormido sin despertarla, ella gimió y se dio vuelta quedando con su rostro radiante a la altura de sus tetillas.
__ Dame una pitada.
__ ¿Y desde cuando fumas?
__ Desde ahora.
Ernesto miró su reloj de pulsera sobre la mesa de luz, eran las ocho de la noche en punto.
__ ¿Tenés algo que hacer que miras la hora? __ Le preguntó ella sonriendo mientras pitaba y jugaba con sus pelos del pecho.
__ Creo que había quedado en algo… pero no me acuerdo. ___Sonrió él.
Y volvieron a hacer el amor con Marta.
FIN
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