Recuerdos de allá lejos
Por: Darío Valle Risoto
De mis lejanos recuerdos de infancia hubo una situación que jamás pude olvidar, recuerdo que a razón de el Día de los Reyes Magos, mi madre tuvo la idea de hornear una hermosa torta rellena de dulce de leche, con merengue y confites por encima, luego me pidió que en una bolsa pusiera todos aquellos juguetes que ya no quería, desde luego que me tuve que deshacer de algunos bajo protesta.
Ocurría que si bien vivíamos en la pobreza y mi padre trabajaba en el Mercado modelo por un pobre jornal, había gente en situaciones mucho peores que nosotros, uno de ellos era un señor muy humilde que a veces iba a ayudar en el puesto donde mi padre trabajaba, lo recuerdo vagamente, se llamaba Alejo, de edad indescifrable parecía un anciano porque era extremadamente flaco y casi no tenía dientes.
No se como mi vieja supo de la condición en que este hombre vivía con una numerosa familia en lo que antes se llamaban “Cantegriles” y hoy se denominan “Asentamientos”, nunca olvidaré esos ranchos de latas, cartones y maderas sobre la calle Avellaneda a unas diez cuadras de mi casa en el barrio de La Unión.
Yo tendría unos cinco años y nos acompañó una prima mía de más o menos la misma edad, enojado entonces, fui a donarle mis juguetes a un montón de niños sucios que se mostraban ávidos por comer la torta que había horneado mi madre, la agradecida señora de la casa, estaba rodeada de hijos y nietos. Una estampa de extrema pobreza que hizo eclosión en mis retinas cuando vi a un bebe absolutamente desnutrido que nos miraba al borde de la muerte, desde adentro de un cajón cubierto solo por trapos sucios.
Mi madre en ese momento y cuando yo repartía mis juguetes me dio una de las lecciones más fuertes sobre solidaridad que recibí en mi vida, lección que a veces me duele en las entrañas cuando observo que pocas cosas han cambiado en este país y que solo la miseria se presenta diferente, pero sigue siendo miseria.
Como nota bizarra, recuerdo que pedí para ir al baño, cuando me hicieron pasar a una casilla de madera y chapas, donde las moscas y el olor que rodeaban un pozo negro me hicieron desistir de entrar, intenté aguantarme, a mi prima poco después le pasó lo mismo, como conclusión de camino a casa yo me cagué encima y mi prima se meó, lo que siempre fue motivo anecdótico para mi madre que se mostraba asombrada, porque si bien éramos inmensamente pobres, teníamos ese perfil sobre la higiene tal ves aprendido en hogares donde había otra posibilidad de abordar la vida.
Aquellas imágenes siempre permanecerán en mí, aquella inmensa y desafortunada familia que quién sabe si tendrán descendientes y espero sinceramente que la vida les haya ofrecido al menos las mismas oportunidades en el futuro que yo recibí.
Muchos años después cuando discutía con mi madre sobre política, ella permanecía callada cuando yo le decía que las primeras lecciones sobre anarquismo, las aprendí de ella, la que con cierto orgullo y muy equivocada decía que era de “Derecha”.
Por: Darío Valle Risoto
De mis lejanos recuerdos de infancia hubo una situación que jamás pude olvidar, recuerdo que a razón de el Día de los Reyes Magos, mi madre tuvo la idea de hornear una hermosa torta rellena de dulce de leche, con merengue y confites por encima, luego me pidió que en una bolsa pusiera todos aquellos juguetes que ya no quería, desde luego que me tuve que deshacer de algunos bajo protesta.
Ocurría que si bien vivíamos en la pobreza y mi padre trabajaba en el Mercado modelo por un pobre jornal, había gente en situaciones mucho peores que nosotros, uno de ellos era un señor muy humilde que a veces iba a ayudar en el puesto donde mi padre trabajaba, lo recuerdo vagamente, se llamaba Alejo, de edad indescifrable parecía un anciano porque era extremadamente flaco y casi no tenía dientes.
No se como mi vieja supo de la condición en que este hombre vivía con una numerosa familia en lo que antes se llamaban “Cantegriles” y hoy se denominan “Asentamientos”, nunca olvidaré esos ranchos de latas, cartones y maderas sobre la calle Avellaneda a unas diez cuadras de mi casa en el barrio de La Unión.
Yo tendría unos cinco años y nos acompañó una prima mía de más o menos la misma edad, enojado entonces, fui a donarle mis juguetes a un montón de niños sucios que se mostraban ávidos por comer la torta que había horneado mi madre, la agradecida señora de la casa, estaba rodeada de hijos y nietos. Una estampa de extrema pobreza que hizo eclosión en mis retinas cuando vi a un bebe absolutamente desnutrido que nos miraba al borde de la muerte, desde adentro de un cajón cubierto solo por trapos sucios.
Mi madre en ese momento y cuando yo repartía mis juguetes me dio una de las lecciones más fuertes sobre solidaridad que recibí en mi vida, lección que a veces me duele en las entrañas cuando observo que pocas cosas han cambiado en este país y que solo la miseria se presenta diferente, pero sigue siendo miseria.
Como nota bizarra, recuerdo que pedí para ir al baño, cuando me hicieron pasar a una casilla de madera y chapas, donde las moscas y el olor que rodeaban un pozo negro me hicieron desistir de entrar, intenté aguantarme, a mi prima poco después le pasó lo mismo, como conclusión de camino a casa yo me cagué encima y mi prima se meó, lo que siempre fue motivo anecdótico para mi madre que se mostraba asombrada, porque si bien éramos inmensamente pobres, teníamos ese perfil sobre la higiene tal ves aprendido en hogares donde había otra posibilidad de abordar la vida.
Aquellas imágenes siempre permanecerán en mí, aquella inmensa y desafortunada familia que quién sabe si tendrán descendientes y espero sinceramente que la vida les haya ofrecido al menos las mismas oportunidades en el futuro que yo recibí.
Muchos años después cuando discutía con mi madre sobre política, ella permanecía callada cuando yo le decía que las primeras lecciones sobre anarquismo, las aprendí de ella, la que con cierto orgullo y muy equivocada decía que era de “Derecha”.
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