El Duelo del corazón
Por: Darío Valle Risoto
Un agotador silencio encrespaba el nervioso e inmóvil aspecto de Ernesto Monecillo. Mientras un desfile negro de bultos más o menos informes desfilaba contra los fútiles reflejos de la luz de los velones. Algunos pies se arrastraban sobre las baldosas frías cubiertas de cenizas de cigarrillos, algún susurro solitario, hacía eco en un suspiro o una tos angustiada.
Se asomaban caras familiares y extrañas para ver al cadáver de Zeferino Mastronardo, algunos lloraban, otros masticaban la tristeza del inevitable adiós y allí estaba tieso uno de personajes más entrañables del barrio de La Teja. Ernesto que intentaba no pensar en la cruel noticia de la tarde del ayer que enluteció el barrio y hasta cerró algunos bares de la zona.
Lo habían vestido con su único traje de domingo unas mujeres sufridas y viejas de manos mapeadas por corrientes desparejas de cicatrices blancas. Zeferino era alto, narigón, tenía un mechón de plata que le daba un aire extraño y una verruga sobre el labio superior apenas visible de lejos. Manos fuertes de mil oficios y uñas cuidadas de guapo que también sabe amar aunque se mezcle en varios lances hasta el postrer grito en aquella caballeriza de Abelenda.
___ ¡Si me hubiera enterado a tiempo!
Ernesto ahogó el bulto que le destruía la garganta para no lanzar un sollozo muy poco solemne mientras el comisario Gutiérrez y dos milicos se arrimaban a saludar, tal vez recordando que en ese cajón barato con manijas de bronce y sin cruces que lo adornen, se iba un hombre de verdad.
Afuera pasó el tranvía y se sintió en la sala la vibración del coche que simuló también llevar por la senda de metal la noticia de que Zeferino Mastronardo había sido apagado por un puntazo certero debajo del corazón que lo desparramó en tierra con una flor nueva en el ojal.
Ernesto pensó en el muerto vivo, semanas antes, terciado en el boliche “Arbolito”, metiendo una amarga en el garguero y rememorando a su ídolo Enrique Santos Discépolo mientras un negrito chico le lustraba los zapatos perfectos.
Entonces le tocó ser espectador, sentado con dos amigos, mientras comían unas Pastafrolas, pudo ser espectador de la discusión con un tal Alves.
La cosa venía de mujeres y el otro quería pelea, pero Zeferino sin moverse ni mirarlo le hizo cambiar de idea diciéndole unas palabras al hombre envalentonado que a Ernesto nunca se le Irian de la cabeza.
___Mi amigo escúcheme bien antes de cometer una torpeza, si es por el amor de Laura este desafío y usted quiere verla feliz, será mejor que se vaya por donde vino, porque pase lo que pasé si usted me busca, la única perdedora será ella.
No dio la cosa para seguirla y el otro parece que tuvo un arresto de inteligencia porque se fue balbuceando palabras incomprensibles, el negrito siguió lustrando y Ernesto pudo volver a respirar.
Pero los odios y revanchas se le pegan al hombre como maldiciones y andan rondándole el estómago y el corazón hasta que explotan imprevisiblemente, así que tiempo después allá estaban los dos hombres con sus cuchillos preparándose para zanjar el desacuerdo definitivamente.
Y se estuvieron midiendo a la altura de los ojos hasta que transversalmente levantaron fulgores en el aire como si fueran estrellas fugaces buscando el calor de un sol escondido. Ese sol fue el corazón del hombre menos pensado y Zeferino calló casi enterrado de ojos perdidos contra la tierra sin más que las mudas manos de sangre que bañaron su pecho.
El otro había tenido suerte decían en el bar y después vino el velorio y el cementerio una tarde nublada como no podría ser de otra manera y Ernesto se fue a su casa inmensamente triste.
Tuvieron que pasar un par de años para que una noche el matador regresando a casa, casi a la madrugada se encontrara con una silueta casi familiar, como un fantasma que lo retaba junto a unos galpones cerca del Pantanoso.
___Si lo que busca es plata, estás jodido hermano.
___Saque el cuchillo que lo que busco es su vida compadre. ¿Se acuerda de Zeferino Mastronardo?
El tipo grueso, veterano en las lides del duelo tiró el bolso al piso al mismo momento que sacaba cortando un facón con mango de plata y oro.
Pero Ernesto Monecillo lo madrugó y le metió su punta justo en la garganta pero antes de que el tipo se fuera del todo, le dijo al oído unas palabras.
___Por más bastardo que sea, tenía que vengar a mi padre, usted disculpe.
FIN.
Por: Darío Valle Risoto
Un agotador silencio encrespaba el nervioso e inmóvil aspecto de Ernesto Monecillo. Mientras un desfile negro de bultos más o menos informes desfilaba contra los fútiles reflejos de la luz de los velones. Algunos pies se arrastraban sobre las baldosas frías cubiertas de cenizas de cigarrillos, algún susurro solitario, hacía eco en un suspiro o una tos angustiada.
Se asomaban caras familiares y extrañas para ver al cadáver de Zeferino Mastronardo, algunos lloraban, otros masticaban la tristeza del inevitable adiós y allí estaba tieso uno de personajes más entrañables del barrio de La Teja. Ernesto que intentaba no pensar en la cruel noticia de la tarde del ayer que enluteció el barrio y hasta cerró algunos bares de la zona.
Lo habían vestido con su único traje de domingo unas mujeres sufridas y viejas de manos mapeadas por corrientes desparejas de cicatrices blancas. Zeferino era alto, narigón, tenía un mechón de plata que le daba un aire extraño y una verruga sobre el labio superior apenas visible de lejos. Manos fuertes de mil oficios y uñas cuidadas de guapo que también sabe amar aunque se mezcle en varios lances hasta el postrer grito en aquella caballeriza de Abelenda.
___ ¡Si me hubiera enterado a tiempo!
Ernesto ahogó el bulto que le destruía la garganta para no lanzar un sollozo muy poco solemne mientras el comisario Gutiérrez y dos milicos se arrimaban a saludar, tal vez recordando que en ese cajón barato con manijas de bronce y sin cruces que lo adornen, se iba un hombre de verdad.
Afuera pasó el tranvía y se sintió en la sala la vibración del coche que simuló también llevar por la senda de metal la noticia de que Zeferino Mastronardo había sido apagado por un puntazo certero debajo del corazón que lo desparramó en tierra con una flor nueva en el ojal.
Ernesto pensó en el muerto vivo, semanas antes, terciado en el boliche “Arbolito”, metiendo una amarga en el garguero y rememorando a su ídolo Enrique Santos Discépolo mientras un negrito chico le lustraba los zapatos perfectos.
Entonces le tocó ser espectador, sentado con dos amigos, mientras comían unas Pastafrolas, pudo ser espectador de la discusión con un tal Alves.
La cosa venía de mujeres y el otro quería pelea, pero Zeferino sin moverse ni mirarlo le hizo cambiar de idea diciéndole unas palabras al hombre envalentonado que a Ernesto nunca se le Irian de la cabeza.
___Mi amigo escúcheme bien antes de cometer una torpeza, si es por el amor de Laura este desafío y usted quiere verla feliz, será mejor que se vaya por donde vino, porque pase lo que pasé si usted me busca, la única perdedora será ella.
No dio la cosa para seguirla y el otro parece que tuvo un arresto de inteligencia porque se fue balbuceando palabras incomprensibles, el negrito siguió lustrando y Ernesto pudo volver a respirar.
Pero los odios y revanchas se le pegan al hombre como maldiciones y andan rondándole el estómago y el corazón hasta que explotan imprevisiblemente, así que tiempo después allá estaban los dos hombres con sus cuchillos preparándose para zanjar el desacuerdo definitivamente.
Y se estuvieron midiendo a la altura de los ojos hasta que transversalmente levantaron fulgores en el aire como si fueran estrellas fugaces buscando el calor de un sol escondido. Ese sol fue el corazón del hombre menos pensado y Zeferino calló casi enterrado de ojos perdidos contra la tierra sin más que las mudas manos de sangre que bañaron su pecho.
El otro había tenido suerte decían en el bar y después vino el velorio y el cementerio una tarde nublada como no podría ser de otra manera y Ernesto se fue a su casa inmensamente triste.
Tuvieron que pasar un par de años para que una noche el matador regresando a casa, casi a la madrugada se encontrara con una silueta casi familiar, como un fantasma que lo retaba junto a unos galpones cerca del Pantanoso.
___Si lo que busca es plata, estás jodido hermano.
___Saque el cuchillo que lo que busco es su vida compadre. ¿Se acuerda de Zeferino Mastronardo?
El tipo grueso, veterano en las lides del duelo tiró el bolso al piso al mismo momento que sacaba cortando un facón con mango de plata y oro.
Pero Ernesto Monecillo lo madrugó y le metió su punta justo en la garganta pero antes de que el tipo se fuera del todo, le dijo al oído unas palabras.
___Por más bastardo que sea, tenía que vengar a mi padre, usted disculpe.
FIN.
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