Por: Darío Valle Risoto
La escuela Felipe Sanguinetti aún se levanta enorme y cubierta de ladrillos, ocupando toda una manzana en el barrio de La Unión en Montevideo. En realidad son dos escuelas, dos edificios de dos pisos cada uno con el patio en medio, mi madre me decía que en principio una estaba dedicada a los varones y la otra a las niñas hasta que una reforma en la educación las transformó en escuelas mixtas.
Enclavados los edificios con el frente a la avenida 8 de octubre, mi madre decidió enviarme al más alejado de casa, el que queda sobre la calle del mismo nombre de la escuela, porque a la otra iban mis primos y no era unos chicos muy disciplinados que digamos en aquellos tiempos, así que ellos iban de tarde a la 74 y yo de mañana a la 20.
Nunca olvidaré mi primer día antes de entrar al jardinero, las mesas y sillas pequeñas de colores, la maestra Rosita y muchos niños llorando porque los iban a alejar de sus padres durante cuatro interminables horas. Yo miraba a los míos del otro lado de la puerta de clase observándome sonriendo, no lloré y solo me quedé inmensamente triste lo que era de suma valentía ya que soy hijo único y por consiguiente era aún más difícil quedarse entre tantos niños.
Todos los recuerdos giran en torno a esos enormes salones de techos altos, pizarras gigantescas y maestras que por aquellos tiempos aún tiraban del pelo o de una oreja si te portabas mal. Los derechos del niño no eran muy respetados y menos en tiempos de dictadura.
Yo vivía en un conventillo a solo dos cuadras y media de la escuela y por lo tanto de muy chico ya iba y volvía solo de ella pero lo mejor del mundo era cuando me iba a buscar mi padre porque me compraba figuritas.
Comencé en 1969, repetí lamentablemente segundo año por baja escolaridad sobre todo porque me costó mucho aprender a leer, en aquellos tiempos la exigencia para hacerlo era enorme, no solo había que comprender perfectamente los signos, los puntos y las comas sino que había que leer correctamente en voz alta y en los dictados no podía haber más de diez faltas de ortografía. Mi madre se esforzaba mucho por ayudarme a hacer mis deberes y siempre era inflexible con los mismos, al punto que me dolió tanto perder un año que desde tercero en adelante me esforcé hasta llegar a ser un buen alumno, nunca brillante pero suficientemente bueno.
Algunos domingos proyectaban cine en los salones de la planta alta y cabía la posibilidad de mover las paredes corredizas y unirlos todos para hacer teatro o pasar películas que casi siempre era de El Gordo y el Flaco o los dibujos del conejo Bugs, Popeye o el Pájaro Loco. ¡Era buenísimo estar sentados en los bancos de madera de la escuela pero viendo películas!
Recuero una a una a mis maestras, la peor era Panchita que para colmo la tuve tres años, los dos segundos y luego pasó a ser maestra de tercero, la detestaba porque era una vieja amarga que si conversaba mucho me tiraba del pelo de la nuca. Mabel la de primero era una especie de referente en el barrio, fuimos a su casa a ver en directo por su televisión el descenso del hombre en la Luna, con los años la volví a ver militando para el partido colorado. Felizmente en cuarto año ya en plena dictadura tuvimos a Susana, era joven y muy buena gente tal vez demasiado permisiva comparada con la vieja anterior, en quinto se complicó la cosa porque nos tocó una petisa que se llamaba Gloria que ya de plano no me quería nada.
En Uruguay existe la absurda costumbre de que los niños vayan a la escuela con una ridícula moña azul en el cuello, moña de dimensiones bastante ostentosas que se prestan para todo tipo de juegos y por lo tanto luego de que aparecí en casa con la misma rota o hecha una porquería mi madre optó por ponerme una corbata azul de las que se sostenían por un elástico, así fui desde primero al último año y no era el único, aunque en franca minoría había muchos que íbamos de corbata.
Pero en quinto año la cosa se puso fea porque era 1975, la dictadura afianzada pero no dormida hacía que muchos funcionarios estatales se transformaran en especie de militares que nos trataban de modificar todo tipo de conductas hasta las más insospechadas.
Gloria a los pocos días de comenzado el año me dijo que al día siguiente fuera con la reglamentaria moña o que no fuera a la escuela y que si volvía a ir con la corbata me la iba a arrancar ella misma. Ni hablar que muerto de miedo se lo conté a mi vieja.
Mi madre me envió solo con la túnica sin corbata pero tampoco sin moña, la maestra se enfadó tanto que la citó para hablar del tema al día siguiente.
Si mi padre era un tipo sumamente pacífico que siempre eludía los problemas, mi madre era un polvorín de un metro cincuenta de estatura que enfrentaba cualquier cosa con una energía avasallante.
Cuando llegó conmigo a la escuela la maestra nos llevó a la dirección para exponer el problema del incumplimiento del reglamento de la apestosa moña, frente a la directora y su secretaria, mi madre las dejó hablar y luego les dijo que por más que fueran tres no la iba a amedrentar y que ya que mi maestra había amenazado con arrancarme la corbata si la llevaba de nuevo, cosa que hacía en ese momento, la miró de frente y le dijo que lo hiciera si podía.
La situación se tornó tan difícil que la directora nos pidió disculpas a mi madre y a mí y por supuesto que continué con mi corbatita azul.
La última maestra fue Concepción, muy buena persona que nunca sabré porque antes había sido directora y luego había vuelto a la docencia, probablemente se trataba de los típicos castigos administrativos de un sistema educativo que ya en 1976 nos bombardeaba con consignas patrióticas, símbolos y banderas todo el tiempo, típicas reacciones de una dictadura que parecía que nunca iba a terminar.
El patio entre ambas escuelas era enorme y arbolado, durante los recreos el viejo mago Ariel propietario del quiosco (En la foto) se arrimaba para vendernos caramelos, era un viejo muy ladino que casi nunca te daba el cambio en dinero sino en caramelos o figuritas. Las maestras a veces lo echaban porque evitaba que se vendan los bizcochos que se compraban por intermedio de la comisión de fomento para ayudar a la escuela.
De noche en la mía, la número 20 funcionaba una de las pocas escuelas nocturnas donde gente mayor de todas las edades iba a estudiar, siempre me preguntaré porque mi madre o mi padre nunca retomaron su educación, pero pensado detenidamente era innegable que ambos habían seguido aprendiendo mucho por sus propios medios sobre casi todos los temas de la vida, tanto así que aún sin terminar ambos segundo de escuela siempre me ayudaron a hacer los deberes, claro que mi padre a veces le tenía que preguntar a mi madre algunas cosas, venían de mundos muy diferentes.
Como fuerte valuarte de mi primera educación formal la escuela Felipe Sanguinetti sigue allí, casi inalterable al paso del tiempo y en la distancia de mis recuerdos de una infancia pobre pero llena de matices que siempre terminaban en aprender un poco más cada día aún con muchas carencias económicas pero con dos padres que se propusieron que yo fuera más ilustrado que ellos.
La escuela Felipe Sanguinetti aún se levanta enorme y cubierta de ladrillos, ocupando toda una manzana en el barrio de La Unión en Montevideo. En realidad son dos escuelas, dos edificios de dos pisos cada uno con el patio en medio, mi madre me decía que en principio una estaba dedicada a los varones y la otra a las niñas hasta que una reforma en la educación las transformó en escuelas mixtas.
Enclavados los edificios con el frente a la avenida 8 de octubre, mi madre decidió enviarme al más alejado de casa, el que queda sobre la calle del mismo nombre de la escuela, porque a la otra iban mis primos y no era unos chicos muy disciplinados que digamos en aquellos tiempos, así que ellos iban de tarde a la 74 y yo de mañana a la 20.
Nunca olvidaré mi primer día antes de entrar al jardinero, las mesas y sillas pequeñas de colores, la maestra Rosita y muchos niños llorando porque los iban a alejar de sus padres durante cuatro interminables horas. Yo miraba a los míos del otro lado de la puerta de clase observándome sonriendo, no lloré y solo me quedé inmensamente triste lo que era de suma valentía ya que soy hijo único y por consiguiente era aún más difícil quedarse entre tantos niños.
Todos los recuerdos giran en torno a esos enormes salones de techos altos, pizarras gigantescas y maestras que por aquellos tiempos aún tiraban del pelo o de una oreja si te portabas mal. Los derechos del niño no eran muy respetados y menos en tiempos de dictadura.
Yo vivía en un conventillo a solo dos cuadras y media de la escuela y por lo tanto de muy chico ya iba y volvía solo de ella pero lo mejor del mundo era cuando me iba a buscar mi padre porque me compraba figuritas.
Comencé en 1969, repetí lamentablemente segundo año por baja escolaridad sobre todo porque me costó mucho aprender a leer, en aquellos tiempos la exigencia para hacerlo era enorme, no solo había que comprender perfectamente los signos, los puntos y las comas sino que había que leer correctamente en voz alta y en los dictados no podía haber más de diez faltas de ortografía. Mi madre se esforzaba mucho por ayudarme a hacer mis deberes y siempre era inflexible con los mismos, al punto que me dolió tanto perder un año que desde tercero en adelante me esforcé hasta llegar a ser un buen alumno, nunca brillante pero suficientemente bueno.
Algunos domingos proyectaban cine en los salones de la planta alta y cabía la posibilidad de mover las paredes corredizas y unirlos todos para hacer teatro o pasar películas que casi siempre era de El Gordo y el Flaco o los dibujos del conejo Bugs, Popeye o el Pájaro Loco. ¡Era buenísimo estar sentados en los bancos de madera de la escuela pero viendo películas!
Recuero una a una a mis maestras, la peor era Panchita que para colmo la tuve tres años, los dos segundos y luego pasó a ser maestra de tercero, la detestaba porque era una vieja amarga que si conversaba mucho me tiraba del pelo de la nuca. Mabel la de primero era una especie de referente en el barrio, fuimos a su casa a ver en directo por su televisión el descenso del hombre en la Luna, con los años la volví a ver militando para el partido colorado. Felizmente en cuarto año ya en plena dictadura tuvimos a Susana, era joven y muy buena gente tal vez demasiado permisiva comparada con la vieja anterior, en quinto se complicó la cosa porque nos tocó una petisa que se llamaba Gloria que ya de plano no me quería nada.
En Uruguay existe la absurda costumbre de que los niños vayan a la escuela con una ridícula moña azul en el cuello, moña de dimensiones bastante ostentosas que se prestan para todo tipo de juegos y por lo tanto luego de que aparecí en casa con la misma rota o hecha una porquería mi madre optó por ponerme una corbata azul de las que se sostenían por un elástico, así fui desde primero al último año y no era el único, aunque en franca minoría había muchos que íbamos de corbata.
Pero en quinto año la cosa se puso fea porque era 1975, la dictadura afianzada pero no dormida hacía que muchos funcionarios estatales se transformaran en especie de militares que nos trataban de modificar todo tipo de conductas hasta las más insospechadas.
Gloria a los pocos días de comenzado el año me dijo que al día siguiente fuera con la reglamentaria moña o que no fuera a la escuela y que si volvía a ir con la corbata me la iba a arrancar ella misma. Ni hablar que muerto de miedo se lo conté a mi vieja.
Mi madre me envió solo con la túnica sin corbata pero tampoco sin moña, la maestra se enfadó tanto que la citó para hablar del tema al día siguiente.
Si mi padre era un tipo sumamente pacífico que siempre eludía los problemas, mi madre era un polvorín de un metro cincuenta de estatura que enfrentaba cualquier cosa con una energía avasallante.
Cuando llegó conmigo a la escuela la maestra nos llevó a la dirección para exponer el problema del incumplimiento del reglamento de la apestosa moña, frente a la directora y su secretaria, mi madre las dejó hablar y luego les dijo que por más que fueran tres no la iba a amedrentar y que ya que mi maestra había amenazado con arrancarme la corbata si la llevaba de nuevo, cosa que hacía en ese momento, la miró de frente y le dijo que lo hiciera si podía.
La situación se tornó tan difícil que la directora nos pidió disculpas a mi madre y a mí y por supuesto que continué con mi corbatita azul.
La última maestra fue Concepción, muy buena persona que nunca sabré porque antes había sido directora y luego había vuelto a la docencia, probablemente se trataba de los típicos castigos administrativos de un sistema educativo que ya en 1976 nos bombardeaba con consignas patrióticas, símbolos y banderas todo el tiempo, típicas reacciones de una dictadura que parecía que nunca iba a terminar.
El patio entre ambas escuelas era enorme y arbolado, durante los recreos el viejo mago Ariel propietario del quiosco (En la foto) se arrimaba para vendernos caramelos, era un viejo muy ladino que casi nunca te daba el cambio en dinero sino en caramelos o figuritas. Las maestras a veces lo echaban porque evitaba que se vendan los bizcochos que se compraban por intermedio de la comisión de fomento para ayudar a la escuela.
De noche en la mía, la número 20 funcionaba una de las pocas escuelas nocturnas donde gente mayor de todas las edades iba a estudiar, siempre me preguntaré porque mi madre o mi padre nunca retomaron su educación, pero pensado detenidamente era innegable que ambos habían seguido aprendiendo mucho por sus propios medios sobre casi todos los temas de la vida, tanto así que aún sin terminar ambos segundo de escuela siempre me ayudaron a hacer los deberes, claro que mi padre a veces le tenía que preguntar a mi madre algunas cosas, venían de mundos muy diferentes.
Como fuerte valuarte de mi primera educación formal la escuela Felipe Sanguinetti sigue allí, casi inalterable al paso del tiempo y en la distancia de mis recuerdos de una infancia pobre pero llena de matices que siempre terminaban en aprender un poco más cada día aún con muchas carencias económicas pero con dos padres que se propusieron que yo fuera más ilustrado que ellos.
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